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8 de agosto de 2025

Darse a la clase – Marcelo Percia

1.

Misas, teatros, fiestas, aulas, componen rituales en los que soledades se aproximan para tratar de hacer algo con la vida inasible y pasajera

En las aulas no sólo se dan clases: se da la vida.

Se la da con recato y desparpajo, con velos y crudezas. Se la da con promesas y decepciones. Se la da con cercanías amorosas y con exclusiones hirientes. Se la da con transmisiones apasionadas y con instrucciones sin afectividad.

No conviene al pensar que las clases se dicten sustraídas del vivir.

2.

Frialdad, desdén, desinterés: tres condiciones para que el deseo de darse se escarche. O se inhiba temeroso e inseguro. O se vuelva distante y solemne.

Deseos que se endurecen pierden ductilidad. Inflexibles y rígidos se transforman en exigencias, reproches, resentimientos.

3.

No siempre acontece lo común: se necesita una excitación que congregue confianzas y entusiasmos.

4.

Werner Jaeger (1942) en su libro Paideia: los ideales de la cultura griega explica que ese término helénico no se puede traducir con las palabras educación, civilización, cultura, tradición. Aunque las reúna a todas.

Una paideia sostiene ideales que forman espíritus.

Ideales que establecen compendios morales sobre cómo y qué sentir.

Se podría traducir paideia como camino hacia la virtud (palabra en la que sobrevive la primacía de la virilidad).

 

5.

El vocablo paideia se emplea para las crianzas.

Platón compara la pedagogía con el arte de adiestrar perros de raza noble.

Si se atienden valores exaltados en la Odisea se podrían subrayar, entre otros, fuerza, destreza, heroicidad, orgullo, honor, valentía, temeridad.

Valores que funcionan como paliativos de la debilidad, la vulnerabilidad, el desamparo, la soledad, el dolor.

Valores de una época. No cualidades personales. Valores que alguien podría encarnar elevándose hasta ellos. Aunque no por impulso propio, sino por inspiración de dioses o musas.

 

6.

¿La vida en común se aprende?

Una paideia forma lo informe. Nombra, instruye y organiza verosímiles sentimentales.

Disciplina al mismo tiempo que apacigua. Impone sacrificios y coerciones que protegen.

Calma desesperaciones del amor y la soledad bebiendo rutinas, contratos, rituales.

Exalta valores. Traza el perímetro de lo permitido y lo debido.

Una paideia practica el arte de la persuasión y el adormecimiento.

Se ofrece como música que encanta y aquieta pulsiones. Incluidas discrepancias, insumisiones, desencantos con las formas, dispersiones peligrosas, inclinaciones hacia las rarezas.

Una paideia declara, define y ajusta normalidades. Normalidades encaminan hormigas que se sienten a gusto en sus lugares en la fila.

¿Casi todo está dicho en La República y en los textos que le siguieron? ¿Qué se entiende por ideal comunitario? ¿Se llama comunidad a un artefacto que se impone como modelo, como representación verosímil y recomendada para la vida en común? ¿Un ideal de libertad dentro de una jaula?

 

7.

Una paideia está concebida para modelar sensibilidades.

Tal vez pensar quiera decir darse a una forma sin quedar cautivo de ella. Sostenerse en una idea, sin confinarse a sus enunciados. Habitar formas hasta que llegue el momento de partir.

Pensamientos se aposentan en las formas como descanso del pensar. La inconformidad fatiga.

El pensar pasa por las formas dejando anotaciones de un viaje.

Eso que Deleuze y Guattari llaman pensamientos nómades, se nombra aquí como nomadismo del pensar.

Dogmas echan raíces o se amurallan en una forma. Una forma inmovilizada se esclerosa. Pichón Rivière concibió la enfermedad como fijeza que protege haciendo sufrir.

La forma consagrada como normal considera monstruosas a las figuras y movimientos que no se les doblegan.

Llegará un día en que se conocerá una paideia de las rarezas.

Una paideia de las deformidades.

Una paideia de las debilidades anómalas.

Una paideia de los tránsitos y las mutaciones.

Una paideia en la que la mirada sobre lo único no se concentre en una forma, sino en el modo de pasar de una forma a otra, sin que la vida quede enquistada en ninguna de ellas.

 

8.

En su libro Proust y los signos, Deleuze (1964) advierte que, para el autor de En busca del tiempo perdido, el aprendizaje supone una decepción. Todo saber carga con una desilusión. Los entristecidos pensamientos que se heredan sólo importan por “lo que dan a pensar”.

Se lee: “…Proust opondrá a la pareja tradicional de la amistad y la filosofía, una pareja más difusa formada por el amor y el arte”.

Mientras la amistad acuerda el significado de las palabras y las cosas, el amor suelta gestos que sólo admiten interpretaciones silenciosas.

Mientras la filosofía se propone un ejercicio voluntario y premeditado del pensamiento, el arte impacta con signos inasibles y enigmáticos.

Se lee: “Lo que nos violenta es más rico que todos los frutos de nuestra buena voluntad o de nuestro cuidadoso trabajo. Y más importante que el pensamiento, reside en ‘lo que da a pensar’”.

Para Proust, tanto el amor como el arte rozan lo inasible. Pretender lo que no se alcanza: en eso reside la dicha y desdicha del pensar.

 

9.

Ante la pregunta sobre ¿en qué consiste enseñar?, De Brasi, luego de aludir a la necesidad de información sobre un tema, a la de aportar ideas sobre un asunto, a la de cultivar erudición, a la de proponer modelos de interpretación, concluye: “enseñar consiste en dejar aprender”.

Pero, ¿en qué consiste dejar aprender? De Brasi no lo dice.

La transmisión tiene eso en común con la clínica: proponerse algo que no se sabe.

Acaso dejar aprender, ¿signifique impedirse dañar, violentar, humillar, imponer, obligar?

 

10.

La de aprender a pensar compone una de las aspiraciones más hermosas y enigmáticas de las aulas.

Heidegger, a mediados del siglo veinte, vislumbra una paradoja del pensar que se podría presentar así: a pensar se aprende comenzando por admitir que no sabemos pensar.

Pichon-Rivière, para la misma época, entrevé que se aprende a pensar pensando en grupo.

Tal vez se pueda decirlo así: el acto de darse al pensar necesita tener con quienes pensar aquello que admitimos que no sabemos pensar.

 

11.

Encuentros en las aulas libran fabulosos malentendidos.

El deseo de decir no siempre coincide con el deseo de escuchar. El deseo de transmitir no siempre encaja con el deseo de recibir.

Ni coinciden ni encajan: las cópulas del deseo muchas veces no suceden en las aulas.

 

12.

Se diferencia entre dar clase y darse a la clase.

La clase se da dándose a ella. Entregándose al momento, confiándose a lo inesperado.

Darse, entregarse, confiarse: el pronombre reflexivo indica que una carnadura se zambulle en la acción sin precauciones.

El aula no suprime la soledad, la pone en peligro.

A la clase, a veces, le nacen manos que sostienen. O le crecen antenas que detectan ideas o escuchan voces en presencias calladas.

 

13.

La palabra lección (que proviene de un vocablo latino) nombra la acción de leer. Recuerda el momento en que se comparte lo que se aprende leyendo.

En la lectura reside la otra clase de la clase, la expansión del estar ahí, la ocasión en la que al deseo le crecen alas.

Lección puede emplearse, también, en el sentido de dar un escarmiento, enseñar a través del dolor o de la humillación.

 

14.

Un proverbio dice la letra con sangre entra. Alude a que resulta necesario un duro trabajo para aprender o avanzar. El refrán admite el castigo corporal como estímulo para aprender. En este sentido utiliza la sentencia Cervantes en el Quijote para ilustrar que Sancho necesita, para alfabetizarse, una disciplina de abrojos que se hagan sentir y no indulgencias.

En la memoria de la palabra disciplina sobreviven las acciones de someter, azotar, purificar a través del dolor.

Dos variantes moderadas de la antigua expresión: una, la letra con música entra; otra, la letra con sangre entra, pero con dulzura y amor, se enseña mejor.

 

15.

Kafka (1914), en La colonia penitenciaria, describe una máquina de tortura pedagógica con agujas que bordan en la piel máximas que disciplinan. En cada cuerpo condenado se graba la sentencia que corresponde. A quien se insubordinó: “Honrarás a tus superiores”.

Hay pensamientos que suplician vidas. Las fustigan con deberes y con hebras de culpa. No hace falta tatuarles máximas, contaminan el aire.

Algunas prisiones simulan aulas o parques abiertos. Se trata de estar ahí sin consentir lo que daña.

 

16.

Desde que Rembrandt (1632) retrata La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp una cátedra se piensa como teatro.

La disección de cadáveres delata una época que decide emplear el bisturí para investigar qué hay dentro de un cuerpo. Rembrandt retrata ese momento de profanación y aprendizaje, de excitación y morbosidad. La escena ocurre en un auditorio de Ámsterdam a pocas cuadras de donde vivió el joven Spinoza en tiempos de su excomunión.

Rembrandt concibe la lección como mostración, exhibición, espectáculo. Como celebración de autoridad y ejercicio de fascinación.

Darse a la clase supone participar de una performance. Una dramática del vacío y la promesa.

Críticas pedagógicas suelen ligar saber a poder. La acción que promete un vacío enlaza saber con desear. Acaso el deseo no nazca de la falta, sino del vacío.

 

17.

Leer, escribir, meditar, conversar: momentos únicos en los que la vida descansa sabiéndose cuidada.

 

18.

El acto de darse solicita un arrojo sin garantías. La vida no las ofrece.

Darse a la clase implica correr el riesgo de la tartamudez, de la no elocuencia, de tener que demostrar que “no somos un robot”.

A veces, la ilusión se retira de las aulas sintiendo lástima, desdén, frustración. Una clase sin ilusión “¿sueña con ovejas eléctricas?”.

 

19.

Darse a la clase supone recordar que se está avivando una utopía. Tentando, una vez más, el entusiasmo. La quimera de que pensar, entre concurrencias en un recinto, pueda cambiar la vida.

¿Salvar el mundo? ¿El mundo necesita que se lo salve en las aulas? ¿O solicita que se lo piense para interrogar las razones del daño?

 

20.

No se trata de pensamientos, sino del pensar. Un pensar que piensa sin consagrar ideas. Un pensar que, por momentos, admira y disfruta pensamientos como flores de un día.

Doctrinas malogran lo ya pensado. Pensamientos interesan sólo para recordar que hubo el pensar.

 

21.

A veces dan ganas de haber estado en clases en las que no se estuvo.

Imaginar la escena primaria del pensar. El fantasma de un nacimiento en el que hubiéramos querido estar.

¿Nos hubiera gustado estar en las clases de Pichon, de Lacan, de Deleuze, de Foucault? ¿Qué clases, de las que asistimos, marcaron nuestras vidas? ¿Sentimos gratitud por haber estado ahí? ¿Vivenciamos el acontecimiento de un común reír cómplice y soberano? ¿O la perseverancia de seguir escuchando a pesar de no estar entendiendo?

En este instante, en el silencio del día o en la calma de la noche hay alguien que se toma un tiempo para preparar una clase.

 

22.

Dibujar referencias, rastros, contraseñas, en un pizarrón. Anotar una palabra, rodearla con un círculo, conectarla con otra por medio de una línea.

Pizarrones se ofrecen como oportunidad para garabatear e improvisar ideas. Un espacio transicional entre el pensar y los pensamientos, entre balbuceos y enunciados.

Trazos en un pizarrón permanecen tanto como huellas en la arena.

 

23.

Darse a la clase pone en marcha conversaciones entre quienes están vivos y quienes están muertos, entre quienes duermen y quienes están despiertos, entre quienes piensan en una lengua y quienes piensan en otras, entre quienes viven en cercanías y quienes habitan mundos extraños, entre quienes creen saber y quienes saben el poco saber.

A veces, entrar en una clase se siente como introducirse en un torbellino que arrastra, da miedo, lastima, expulsa.

O, por momentos, la clase se siente como una conversación iniciada hace miles de años, sin que nadie se detenga para darnos la bienvenida o contarnos qué nos perdimos.

Se trata, si se decide no huir, de agarrarse de lo que se pueda para no volar como polvo en un tornado.

Hay clases que se ofrecen como visitas guiadas. El aula como sala de museo en la que alguien relata algo que alguna vez estuvo vivo.

 

24.

¿Cómo darse a la clase?, compone una pregunta tardía. Una interrogación que golpea cuando se está de partida.

Darse a la clase supone darse a una exposición sin resguardos, a un abandono, a una vulnerabilidad.

Exposición, abandono, vulnerabilidad: tres condiciones de un estar ahí dándose.

 

25.

Darse a la clase supone dejarse examinar por mudeces voraces y despiadadas.

Darse a la clase supone apelar a ocurrencias, a lecturas célebres, a entusiasmos fingidos, a bromas probadas.

Darse a la clase supone confiarse a presuntas simpatías que emergen en un mar de equívocos.

 

26.

Muchas veces la inquietud de la exposición se contrarresta con arbitrariedades de un poder de cátedra que controla la asistencia y somete a través de la nota.

Muchas veces vulnerabilidades se vuelven amargas y resentidas. Odian a las audiencias. Las acusan de miserables.

 

27.

Darse a la clase significa también darse a la soledad. Soledad que no se precipita como aislamiento, sino como arrojo en un aula poblada por expectaciones inconcebibles.

 

28.

Darse a la clase conlleva un peligro, pasar una prueba, someterse a una evaluación.

En concursos universitarios, la clase de oposición -ante un jurado- añade al examen, rivalidades y competencias, posibilidad de ganar una posición o perder un trabajo.

Entre las amenazas hay que contar favoritismos y sañas que se tejen entre poderes que conspiran en las instituciones.

El darse a la clase está precedido por grandes mezquindades. Instituciones universitarias están llenas de malicias. La constelación poder, prestigio, saber, levanta muros y resiente deseos.

Por eso, darse a la clase, como cualquier circunstancia de amor, supone incurrir en una imprudencia.

El don no tendría que pensarse como generosidad o inocencia, sino como contento y gratitud por todo lo que se ha recibido.

 

29.

En una entrevista en 1974, Osvaldo Lamborghini se refiere a la censura no sólo como represión de ideas, sino como el momento en el que el acto de pensar decide su propia castración. 

Darse a la clase requiere hacer algo con el miedo.

Hacer algo con lo que no se puede o no se quiere decir. Hacer algo con el fastidio, el enojo, la decepción.

A veces, dar clase supone sacrificar ideas para obtener aprobación.

Lo que dando clase se puede, dándose a la clase no se puede. No se puede la complacencia. No se puede evitar lo inconveniente. No se puede controlar lo que se está diciendo.

Irse de boca o hablar de más componen fatalidades del don.

 

30.

Vidas que profesan saberes traducen lenguas desconocidas, olvidadas, banalizadas, ante avideces que respiran en las aulas.

Darse a la clase supone traducir resguardando lo intraducible. Lo que se escurre entre los nombres conocidos.

Darse a la clase supone una traslación, pero no como acarreo o transporte de un lugar a otro, sino como portación de suspiros que migran.

El momento logrado de una clase no sobreviene cuando se cree entender algo, sino cuando toda el aula se contorsiona con la inquietud de seguir pensando.

 

31.

En la víspera de una clase, se asiste a estados de vértigo y aceleración que zarandean lo que no se sabe, lo que no se leyó, lo que no se preparó.

Tormentas que permanecen intactas o se agravan con los años.

Exhibiciones que presumen saber, esconden la inconmensurable extensión de lo que no se sabe.

No se trata de saber todo, ni siquiera admitir que sólo se sabe algo.

Tal vez se trata de estar ahí con poco saber.

Poco saber no equivale a saber poco. Poco saber alude a darse al estar ahí sabiendo lo ilimitado, lo inalcanzable, lo inconcebible. Estar en posición de poco saber quiere decir portar la herida del saber. Sirve como recordatorio de una desgarradura.

Escribe Alejandra Pizarnik (1963): “¿Y cómo es posible no saber tanto?”.

 

32.

No piensa una voluntad, piensa una herida.

 

33.

Semanas previas a la inscripción en materias, cada inicio de cuatrimestre, se desataban tempestades. Estudiantes escaseaban y se habían vuelto exigentes. Cátedras que no contaban con una inscripción mínima desaparecían por meses o para siempre. Saberes dubitativos, poéticos, ensayísticos, meditativos, visionarios, que confundían la política con la enseñanza y la enseñanza con una ceremonia del común pensar, vivían en un cadalso. Las campañas para conquistar voluntades daban vértigo. Bases de datos algorítmicas que seleccionaban gustos, inclinaciones, expectativas, de la población universitaria, salían mucho dinero. Las asignaturas buscaban sponsors o empresas que ofrecieran mecenazgos para financiarse. Al final, por selección natural, sobrevivían las cátedras que mejor respondían a las demandas del mercado.

 

34.

Desde hace un siglo se distingue entre enseñar y transmitir. Enseñar hace proximidad con instruir, adoctrinar, amaestrar. Incluso con exhibiciones que dejan auditorios con las bocas abiertas.

Se sabe de peces atraídos por sabrosas carnadas que recubren filosos anzuelos.

Se enseña lo que se sabe, se transmite lo que no se sabe. Se enseña una fórmula, un conocimiento, un dato, que se debe memorizar. Se trasmite un deseo.

 

35.

Se transmite un deseo, una intensión, un desvelo, una pasión.

Se transmite una descarga eléctrica.

Se trasmite algo de lo que nadie se puede apropiar.

Se trasmite el pensar huyendo de fórmulas que quieren detener su movimiento infinitivo.

 

36.

Saberes no se actualizan leyendo novedades. Se hacen presentes sintiendo y pensando la vida. Alojando heridas que nos pensaron.

Saberes no progresan ni se acumulan, pasan por cuerpos que los piensan: si no, cuelgan en el firmamento como datos.

 

37.

Darse a la clase supone dar lo que se lee.

No sólo se lee para saber, se lee para tener algo que contar. Se lee imaginando contar lo leído. Se lee disfrutando el momento en el que se va a narrar lo leído.

Darse a la clase dándose a lecturas olvidadas, omitidas, desestimadas, fuera del halo de prestigio de las modas universitarias o culturales. Darse a las lecturas desaforadas. Lecturas sin fueros, sin privilegios, sin poderes.

 

38.

Darse a la clase supone darse a un entusiasmo.

Pero no en el sentido de llevar un dios dentro o una exaltación o furor interior, sino en el de una común inspiración.

A veces, entusiasmos se confunden con ambiciones o nerviosismos excitados por alcanzar alguna cosa. Pueden tener, también, de eso; pero hay algo que los distingue: entusiasmos se encienden como infancias cuando encuentran con quienes jugar.

 

39.

Estar de pie frente a un aula expectante compone un momento de desamparo. Así se siente una clase hasta que una común soledad envuelve a toda el aula.

 

40. 

Tomar lista o controlar la asistencia pone a la vista por lo menos dos cuestiones: una, la del deseo de estar ahí; otra, la pregunta de si la clase se necesita.

Si no existiera una amenaza o coacción, ¿las aulas estarían desiertas?

¿Qué decir de quienes se van durante la exposición? ¿Se equivocaron de aula? ¿Tienen una urgencia? ¿Alcanzó con lo poco que escucharon para concluir que eso no les iba a servir?

¿Habrá que decir una cosa maravillosa por minuto para cautivar y retener audiencias?

 

41.

Se está presente muy de tanto en tanto.

La presencia sobreviene como albur, sorpresa, contingencia.

Dar el presente no se reduce a concurrir o juntarse en el mismo lugar: interroga el amor. En eso reside el sentido pretérito de la palabra filosofía.

Se necesita reponer amores en las aulas. Sensualidades que eroticen el acto de pensar.

 

42.

Se puede estar en un lugar sin estar.

A veces la clase se transita como un lugar de paso, como eso que Marc Augé llama no lugares, circunstancias de tránsito como aeropuertos o estaciones de trenes.

Un espacio en el que se está presente sólo mientras se espera que llegue el momento de irse.

 

43.

Al cumplirse la hora, en segundos, el aula queda despoblada, solo con algunos restos, residuos, indicios de una estadía fugaz. Están quienes se acercan al terminar para hablar. Preguntan si pueden cambiar de clase porque en ese horario no pueden o no les conviene. Y se entiende porque no saben a quién preguntar, pero queda la sensación de que estuvieron ahí todo el tiempo reuniendo valor para ir a contar que no pueden estar ahí.

El darse a la clase con amor no adquiere el derecho de reclamar reciprocidad.

 

44.

Darse a la clase supone darse a un momento también de ociosidad, un estado sin obligación ni premura por el rendimiento, sin cálculo de utilidad. Darse a la clase como sentarse a ver pasar la vida, como morada en la que se conversa de bueyes perdidos.

 

45.

El pizarrón está ahí como navegación, como cartel, como sección de informes. Como el fondo de una promesa que se renueva.

El pizarrón como la hoja en que se anotan ideas en borrador, bocetos de una exposición, reaseguros de una memoria falible.

 

46.

Lecturas despaciosas, ¿están a punto de extinguirse?

Curiosidades y fatigas lectoras, ¿necesitan un obstáculo, la suspensión de lo conclusivo, la incomodidad de lo raro, para aprender la lectura y activar imaginaciones flotantes?

Lecturas universitarias se reconocen por estilos llamados académicos. Por sus definiciones asertivas, por sus mundos descifrados, por el uso de términos técnicos, por fórmulas de redacción sin afectividad, por la precisa evitación de la ambigüedad.

 

47.

¿Cómo se llama a quienes están ahí? ¿Audiencia, público, estudiantes, participantes? ¿Curiosidades, avideces, indiferencias, especulaciones, complicidades?

¿Cómo se convoca o invita?, ¿Se pide que esperen y confíen? ¿Se ruega atención?

El amor de transferencia no se mendiga.

 

48.

Darse a la clase supone retóricas, poéticas atractivas, invocaciones al deseo antes que al interés. Una invocación a la curiosidad antes que a la conveniencia. Una invocación al no sé qué antes que a un beneficio o ganancia.

Tal vez no se trata de llamar al deseo, sino al desear.

A veces, martillazos de un pensar emocionado despiertan pasiones.

Entonces sensibilidades desean hablar y escuchar.

 

49.

Celulares prolongan la vista, el oído, el tacto. Extienden memorias y abrazos. También indiferencias y distracciones. Atraviesan muros.

Leyendas cuentan que se propuso, en un momento de la clase, sacar los celulares, abrir el whatsapp, elegir una sensibilidad de contacto que sepa que estamos en la Facultad. Enviar la pregunta que sigue: “¿Alguna vez estuviste en una clase en las que te sentiste pensando como si eso te ocurriera por primera vez? Tomate un momento, antes de responderme”. Se reenvían las respuestas, en forma anónima, al número anotado en el pizarrón. Se puede aclarar (o no) algo sobre quienes respondieron.

 

50.

A propósito de su formación escolar y universitaria, Héctor Libertella (2006) en La arquitectura del fantasma, escribe: ‘Sin duda algo o alguien me perseguía desde atrás como esas liebres locas que corren a campo traviesa; ojalá supiera qué o quién. Pero no voy a recurrir al psicoanálisis porque las liebres –se supone mal- no tienen inconsciente. Solo sé que, en su más vieja raíz etimológica, currículum quiere decir “carrera de carros en el Circo Romano’”.

Retengamos la figura de corriendo como liebres locas.

Las liebres no tienen inconsciente, pero lo diseminan en cada cacería.

Un refrán dice: “Donde menos se piensa, salta la liebre” para advertir la súbita irrupción de lo imprevisto en el paisaje de lo esperado.

 

51.

Darse a la clase supone darse al no saber, al poco saber, a un saber expósito, un saber en la intemperie. Un saber sin poder o sin otro poder que el de solo desear.

 

52.

John Dewey (1952) sostenía, a propósito del misterio de la enseñanza, que cada cual tenía que enfrentarse a un problema. Decía que sólo de una gran inquietud y una gran incomodidad provendría la urgencia de pensar.

Como se dijo antes: entre los labios de una herida se insinúa el pensar.

 

53.

En la enseñanza escolástica medieval europea se conoce el procedimiento de Abelardo (1142), el método del “sic et non” que consiste en ofrecer argumentos a favor y en contra de cada tesis. Abelardo tuvo una turbulenta historia de amor con Eloísa, una joven discípula.

Se conocen argumentos a favor y en contra del amor.

Proust creía que daban más que pensar los caprichos del amor que las certidumbres de la amistad.

¿Una clase que enamora invita a pensar o la fascinación impide pensar? ¿El amor moviliza o inmoviliza?

Oídos que aman embellecen las palabras, ojos que aman las hacen bailar.

 

54.

Darse a la clase consiste en darse a la lengua. Disputar los usos consagrados de lenguas que se presumen técnicas, especializadas, autorizadas. Consiste en discutir formas de hablar y pensar establecidas. Consiste en solicitar carnaduras apasionadas, furores en las palabras.

 

55.

Se suele considerar una clase como ocasión de una cita con las ideas. Hasta minutos antes se implora a la memoria o a la ocurrencia que nos provea de algo para pensar.

Acaso se necesite entrever que se trata más de una cita con la lengua: estar ahí en el momento en que ella se pone a hablar. No pasa lo mismo cuando se lee o se rememora una idea que cuando compadecemos ante una lengua que se está escuchando pensar.

 

56.

No se dice todo. Se insinúa lo insondable. Se da de beber lo inexpresable.

Voltaire (1778) advierte que un modo de aburrir a un auditorio consiste en decirlo todo. Previene los riesgos del sopor de un discurso completo.

El tedio de una enseñanza sin omisiones, sin huecos, sin lagunas, sin olvidos, sin desatenciones.

Aboga por lo sin decir siempre en vísperas de lo que se está por decir.

La inminencia de lo que no llega aviva el pensar.

 

57.

Habrá que decirlo más: darse a la clase convoca gratitudes. Celebraciones del don. Alegrías por haber tenido con quienes la soledad.

 

58.

Un aula no se reduce a una sala virtual o presencial en la que se dan noticias de conocimientos prescriptos y listas de lecturas obligadas. En un aula se da el estar, se da el pensar, se dan palabras a la vida. También en una clase -cuando se da el dolor, el miedo, la furia, el deseo de actuar, sabiéndonos en un común porvenir- se da la política.

 

59.

Creencias tienen las convicciones de la fe y las pertenencias. Conocimientos se apoyan en las certezas razonadas para construir datos ciertos. Saberes piensan en estado de conflicto con creencias, conocimientos y otros saberes.

Saberes sospechan de sí mismos. Habitan desencantos éticos y políticos.

 

60.

Darse a la clase quiere decir dar dándose, cada vez. Dar una idea, un relato, un habla que vacila; algo que encienda las ganas de pensar.

Darse a la clase supone abismarse como, dice Barthes, pasa con el amor.

Darse a la clase consiste, a veces, en hacer preguntas suspendiendo las respuestas

Darse a la clase implica darse a la digresión. La audacia de romper el hilo del discurso, la aventura de la deriva, el irse por las ramas como astucia de una búsqueda. No cumplir con el programa.

Darse a la clase supone darse a una sensibilidad dando una sensibilidad. Tal vez no se trata de enseñar, sino de sensibilizar. De invitar a sentir qué nos pasa estando en la vida.

Darse a la clase consiste en incitar. Incitar lecturas e incitar conversaciones.

La enseñanza, a veces, se reduce a una forma de divulgación. Como se dice: “divulgación científica”. O un control de lecturas obligatorias y comprensiones establecidas.

Se transmite una pasión, pero quienes solo pretenden obtener un diploma (cosa hasta cierto punto legítima), tal vez prefieran informaciones sin afectación.

 

61.

“No vale la pena ir a su clase: repite lo mismo que dice en el libro”.

Entregarse a la clase supone tentar lo irrepetible.

Uno de los temores del pensar consiste en repetir pensamientos.

Un momento de declinación en el que ya no ocurra el pensar.

 

62.

Pensamientos se gastan como se gastan las palabras.

 

63.

El sentido de la propiedad resulta devastador. No se trasmite el pensamiento de alguien, sino estadías en pensamientos que no pertenecen a nadie.

Pensar, a veces, consiste en pasar temporadas en una idea. Y muchas otras en vagar y vagar sin encontrar refugio en nada.

 

64.

La clase muerta de Tadeusz Kantor, una puesta en escena de 1975, ocurre en un aula escolar a la que llegan vejeces vestidas de negro cargando muñecos con rostros jóvenes.

Maniquíes como espectros de los años de aprendizaje, el salón de clase como encierro de vidas robotizadas.

Años antes, Kantor realiza El Happening panorámico del mar. Un concierto oceánico frente al Báltico. El director, vestido con traje de gala sobre una tarima, sumergida parcialmente a pocos metros de la playa, de espaldas al público, conduce con su batuta ritmos y movimientos, sonidos de las olas y silencios de las espumas. La audiencia, sentada en sillas playeras en la orilla, asiste al evento con trajes de baño.

Fiestas del absurdo dicen más que pantomimas de la solemnidad.

 

65.

La paradoja: haber dedicado muchísimos años a transmitir cosas que no se pueden transmitir.

¿Cómo se transmite una sensibilidad? ¿O un dolor de muelas?

Tal vez de eso se trata el acto de pensar: darse a una imposibilidad.

 

66.

Darse a la clase supone darse también a cábalas, supersticiones, creencias en los números y otras rarezas que conjuran posibles hostilidades de lo común.

Muchos años en el aula catorce conducen a la embriaguez: la clase como desvarío o borrachera del pensar.

 

67.

Iniciativas y propuestas docentes luchan contra el cronómetro institucional: “no tengo tiempo” expresa el traspié de la utopía docente; sin contar que, en los malabarismos organizativos, siempre las clavas terminan en el suelo.

El acto de darse al pensar corre riesgos en instituciones universitarias.

La promoción de encuentros abiertos intenta romper con los vicios del ensimismamiento de grupo, con exclusiones, amurallamientos. Invitaciones a presencias extrañas delatan malos hábitos, vicios de los poderes, malestares acallados, goces administrativos. Sacuden somnolencias.

Rutinas protegen y consumen energías. Hay que decidir licencias y remplazos, disgustos desencadenados por decisiones prolijas y desprolijas, cuestiones urgentes sobre cobros y rentas.

Así cuesta encantar lecturas y conversaciones.

Odios estallados o sin estallar se entraman en los bordes de las normativas, de las designaciones, de los concursos, de los reconocimientos y prestigios, en los salarios. ¿Hay manera de evitar esas tristezas?

Hay cosas que se hacen de onda; otras, con astucias; otras, como se puede; otras, se aplazan por negligencias. 

 

68.

Horacio González dijo una vez que “El examen introduce un momento en el que el saber se interroga a sí mismo”.

Discutir cómo evaluar no sólo significa indagar sobre qué procedimientos emplear en los exámenes, sino interpelar qué significa pensar en las aulas.

Raoul Vanegem (miembro de la internacional situacionista) sugiere que “La expresión someter a examen, es decir, proceder, en cuestiones criminales, al interrogatorio de un sospechoso y a la exposición de los cargos, evoca bien la connotación judicial que reviste el examen escrito y oral infligido a estudiantes”.

En las aulas, en la clínica, en la vida, no sabemos cómo evaluar lo que hacemos. Ese no saber expone una incomodidad con el saber y con el poder, pero no se desentiende de las consecuencias de sus actos.

Porque no sabemos cómo evaluar interrogamos lo que hacemos, cuidamos que no dañe, procuramos que dé qué pensar.

 

69.

Alejandra Pizarnik no completa estudios universitarios por muchas razones. Una de ellas reside en no soportar el arma de la calificación, la bala encarnizada de la evaluación, la hipocresía de las pruebas, la humillación de las aulas, la penitencia ante una autoridad.

Escribe en su diario el 4 de febrero de 1959: “Siento, simplemente, que el mundo me rechaza, que el mundo es un mar de aceite sucio e infinito que ya rebasa pues no puede contener nada más”.

 

70.

Al terminar la entrevista, Simone de Beauvoir le pregunta cómo va a seguir haciendo reportajes con tanta timidez. Alejandra se sonroja.

Muchas veces se identificó con esta línea: “El miedo pegado a mi rostro como una máscara de cera”.

En la carta a León Ostrov, escrita el 15 de julio de 1960, Pizarnik cuenta que el día del encuentro con la autora de El segundo sexo, amaneció con el corazón acelerado. Con un miedo sin metáforas.

Llega temprano a Les deux magots, uno de los cafés más antiguos de París, rogando que su voz saliera de su garganta cerrada.

La misma sensación que tenía en los exámenes.

Escribe: “Otra vieja frustración —y esta carta deviene crónica— es el estudio. Saber que lo necesito para mis poemas, lo necesito para justificarme. (No sé ante quién pero no deja de aterrarme que, en un sentido social, si yo leo a Góngora para mí estoy ‘perdiendo el tiempo’ mientras que si lo leo para un examen ‘trabajo’ y ‘me beneficio’). Además en tanto no finalice los estudios seré siempre una vagabunda. Pero cómo seguir si ‘el miedo se adhiere a mi rostro como una máscara de cera’ cuando pienso en los exámenes, en hablar en público. La primera solución que se me presenta es el psicoanálisis. Quizás me ayude a poder hablar sin miedo”.

Alejandra, para calmarse, se dice que su neurosis consiste en un anhelo empecinado de seguridad que se rehúsa a saber que la seguridad no existe.

 

71.

Rutinas evaluadoras en las aulas aplanan la imaginación. Consuman el desprecio por el acto de pensar: ¿no se nos ocurre otra cosa que hacer lo mismo de siempre?

 

72.

Leyendas recuerdan un examen en un aula multitudinaria. Se llamó: Dar la nota: la evaluación desquiciada.

La consigna se entrega por escrito. Dice: “El tiempo para escribir en el aula rondará los treinta minutos. Antes de ese momento, podrá consultar sus libros, cuadernos, apuntes; podrá conversar sobre el tema elegido con compañeras y compañeros que deseen o necesiten hacerlo con usted. Podrá, también, hacer preguntas y mantener diálogos con docentes presentes en la sala. Incluso salir del recinto para comunicarse con un especialista desde su teléfono celular. Simultáneamente, cada tanto, un docente tomará el micrófono para expresar, en pocos minutos, a partir de qué referencias abordaría la pregunta elegida. También, si presta atención, podrá asistir a la proyección en pantalla de un parcial que estará en ese momento siendo escrito (con vacilaciones, tachaduras y enmiendas) por un pequeño colectivo de docentes. Durante esta primera hora, usted podrá hacer un boceto o un borrador del texto por escribir. El escrito que terminará en clase, sólo podrá ocupar la extensión de una hoja.

Notas:

(1) si a usted esta propuesta no le conviene (porque es sensible a ruidos molestos y no disfruta de las interferencias) solicite los tapones de cera contemplados y ubíquese en el lugar más apartado de la sala.

(2) los últimos treinta minutos, ocurrirán en soledad y silencio. Soledad celebrada en compañía de otros. Silencio en el que las voces escuchadas esperan la oportunidad de posarse en una idea”.

 

73.

No se puede decir lo que acontece. Sin embargo, se puede intentar (una y mil veces) narrar esa imposibilidad. ¿Qué ocurrió en el aula? A pesar de haber estado allí, no lo sabemos.

Una crónica vislumbra el crujir de los huesos, flujos sanguíneos y sudores de siluetas conjeturales. Una crónica intenta captar barullos: ruidos que hacen algarabías cuando salen a jugar al patio.

Un verso de Celan, que se refiere al acontecimiento del horror, dice “Nadie testimonia por el testigo”.

Cuando se testimonia no sólo se informa que se tuvo conocimiento directo de algo. Testimoniar supone, también, dar una presencia afectada. Dar una sensualidad y una aspereza, dar una memoria y un olvido, dar un entusiasmo y un hastío. Dar un relato imperfecto de algo de lo que (nos) ocurrió.

 

74.

Una cátedra se podría describir como una complicidad de lecturas y conversaciones sobre esas lecturas.

No se trata de instruir o imponer qué leer y cómo leer, sino de cercanías que disfrutan pensando alrededor de lecturas que comparten.

 

75.

La expresión policía intelectual compone un oxímoron.

Los términos policía e intelectual se enfrentan, se oponen, se desconfían.

El deseo de pensar no congenia con el orden, la vigilancia, el control, la seguridad, el castigo, el encierro.

Sin embargo, la expresión policía académica se ha vuelto verosímil.

Una máquina que disciplina comportamientos y contenidos.

 

76.

¿Se podría oponer a la figura de programa o plan de estudios, la de una complicidad de lecturas?

¿No la adherencia a un conjunto de enunciados establecidos y sacralizados, sino la de un indisciplinado enjambre de libaciones inconcebibles no previstas en ninguna colmena?

¿Una complicidad de lecturas exceptuada de obligaciones, fidelidades, miradas reguladoras, celdas en paneles establecidos?

Algo así, ¿se podría en una cátedra universitaria infectada de jerarquías y direccionalidades? ¿Cátedras sujetan yugos a sus docentes y estudiantes? ¿Conducen obediencias? ¿Retuercen cuellos? ¿Administran rutinas y transforman pasiones en meras habilidades de convivencia?

Bajo el disfraz de la complicidad, a veces, asecha la indiferencia y la enemistad.

¿Consentimientos fingidos acumulan odios y mascullan venganzas? ¿Simulan participar de lo que no les importa ni entienden? ¿Acatan sonriendo?

Complicidades suceden como afinidades entre deseos que se aproximan porque sí para realizar el raro cometido de pensar contra la corriente.

No hay complicidades en aulas abatidas, desgastadas, maltratadas, despobladas de entusiasmos. Yermas.

Complicidades necesitan alborotos, rebeldías, fogosidades. Desparpajos de la proximidad.

 

77.

Aulas se transforman en audiencias, estudiantes en público.

La idea de público se lee por primera vez en la obra de Tarde. En 1898 escribe en Le public et la foule: “La psicología de las masas ha sido establecida; ahora debe establecerse la psicología de los públicos, concebida en este nuevo sentido, como una colectividad puramente espiritual, como una diseminación de individuos físicamente separados cuya cohesión es meramente mental”.

Las figuras de audiencia y público realizan una separación y consuman un aislamiento.

Asistimos a la escisión entre saber y vida, entre pensamiento y un común pensar.

 

78.

Se pueden alcanzar licenciaturas, maestrías, doctorados, adquiriendo el dominio de repertorios más o menos sofisticados de fórmulas.

Estudiantes dominan fórmulas, docentes formularios.

Fórmulas y formularios convienen al mundo de las simulaciones, las trampas, los cumplimientos. ¡Excelencias sin problemas!

 

79.

Incurrir en una trampa (contravención disimulada de la norma) no equivale al cometido de una astucia.

Mientras la trampa se propone zafar de la regla sin cuestionarla, la astucia intenta evitar que la norma cuestionada anule la potencia de la disidencia.

Una cátedra se podría pensar como el arte de sostener un semblante de autoridad para tentar potencias de deseo.

Astucia de una puesta en escena, no una trampa.

El imperio de una norma no tiene que importar más que la anomalía del contento de lo común.

Astucias simulan cumplir reglas, pero pretenden excitaciones o aguaceros del pensar.

Se finge acatar la norma para posibilitar juntadas que cuestionen imposiciones y reglas que hacen daño.

 

80.

Estados de comunión y alegrías de lo común pocas veces se dan en las aulas.

Tal vez se quedan en recreos y en bares, en estadios y recitales. En fiestas de alcoholes que sueltan lenguas que besan y hablan. En cuerpos que ríen y bailan.

 

81.

En otros tiempos, ingresar a una universidad no consistía sólo en entrar a una facultad, elegir una carrera, apostar a una identidad profesional. Antes que todo eso, suponía el deseo de ingresar a un movimiento estudiantil.

Un movimiento estudiantil como insidioso cuestionamiento de cátedras, de programas, de bibliografías, del aislamiento de las luchas sociales y los dolores de la vida.

No las apresuradas incursiones de las agrupaciones que, en época de elecciones, interrumpen clases para conquistar votos.

Un movimiento estudiantil como insurgencia, como solicitación de saberes, como pregunta por el porvenir. Como interpelación de violencias de las hablas académicas.

 

82.

Una escena se repite en los últimos años. Agrupaciones estudiantiles, en las vísperas de las elecciones de representantes, piden permiso para hablar en las aulas unos minutos. Dicen lo que creen que tienen que decir para recibir apoyos y se retiran. Casi nadie las escucha.

En medio de tanta apatía, se cuenta un sucedido.

Se formó una agrupación ficcional con el nombre Hagámoslo con gusto que se sumó, con sus carteles y volantes, a la campaña. Y que, también, con la misma estética y rituales de las agrupaciones empadronadas, ingresaba a las aulas para leer su proclama a viva voz.

“¡Compañeres! Pertenecemos a la agrupación ‘Hagámoslo con gusto’.

Urge que nos pronunciemos en este momento político crucial.

Nos cuentan sólo como ingredientes. Nos tratan como una mera pierna de cordero. Nos quieren aplastar como un diente de ajo, romper como ramas de tomillo y romero. No dudan en echarnos aceite, rebanarnos como zanahorias, hacernos puré y masajearnos con manteca para ablandar nuestra furia.

No nos engañan con sus mieles. Ni sus sales y pimientas. ¡Ay las caléndulas! Nos preparan para el horno.

¡Compañeres! No nos dejemos limpiar como a una pierna de cordero. Impidamos que desprendan las telas conquistadas que recubren nuestros músculos.

Digamos: ¡No! No nos manipularán y nos invadirán con el diente de ajo, la ramita de romero, el tomillo, las dos cucharadas de aceite de oliva.

No aceptaremos que nos adoben sin piedad.

Pretenden enjugarnos en la peor de las cocciones: las que comienzan lentas y con temperaturas bajas, pero constantes.

Y, ¿a esto llaman enseñanza? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que nos pongan en una asadera? Tienen calculados los minutos que necesitan para tenernos a punto. ¿A punto de qué, preguntamos? Nos doran y tiran sus preparados encima.

Si no reaccionamos, nos harán puré de zanahorias.

¡Nos quieren vegetales!

¡Compañeres! Necesitamos saciar este hambre. No sólo votos.

¡Compañeres! No escuchemos sin reflexionar y criticar lo que nos dicen.

Las otras agrupaciones, sólo repiten recetas.

¿Creen que no nos damos cuenta?”.

Concluida la proclama, agradecían la atención y se retiraban. Algunas presencias se sonreían, pero otras no advertían la parodia en la que una agrupación de fantasía leía la receta del cordero patagónico.

El hábito, a veces, se impone en las aulas igual que el hastío a las horas olvidadas.

 

83.

Días previos y segundos antes de ingresar a un aula componen, con los años, momentos dramáticos. El nerviosismo de no saber qué decir. El desasosiego de volver a constatar un vacío que crece, la cabeza infecunda, la inconmensurabilidad de los libros sin leer. El vértigo de tener o no tener algo: una idea, una cita, una palabra no explorada. Y, encima de eso, la arrogancia o la solicitud, de que nos quieran.

Por suerte todo desaparece o queda en suspenso cuando comienza la clase: el estar ahí con. Entonces, puede ocurrir lo inexplicable: el momento de un común pensar.

Tal vez darse a la clase consista en prepararse para estar en esos momentos.

 

84.

En ocasiones, antes de ir a dar clase, surge la pregunta de si quisiéramos estar en otro lado haciendo otras cosas. Como si nos asaltara la prueba del eterno retorno de Nietzsche: “si te fuera dado vivir un solo momento por toda la eternidad, ¿elegirías este momento?”.

A veces, nos respondemos que sí; otras, que nos gustaría estar en otro lado o que querríamos llevar las aulas a otros lugares para pensar la vida fuera de espacios estrechos y cerrados.

Tal vez en una de nuestras tantas eternidades siempre sigamos entrando a las aulas. Y, en otras, sigamos preguntándonos si hacerlo o no. Y, en otras, sigamos encontrándonos con alguien que nos rescate. Y, en otras, sigamos proyectando encuentros en otros lugares.

 

85.

Fascinan los pizarrones en los que las palabras van dibujando una intrincada red de conexiones nerviosas como si se tratara de galaxias de tiza.

Escribe la palabra excavación, en un aula llena, con una falta de ortografía. Siente la ingravidez y la extrañeza de una impostura.

Darse al estar ahí desfalleciendo de vergüenza, exponiendo una falta, una incorrección, un engaño.

Habrá que decirlo más de una vez: al final, en todo darse, se da un desamparo.

 

86.

Darse a la clase conlleva saberse estando ahí como espantapájaros.

Una contextura frágil sostenida por un palo de escoba, vestida con camisas coloridas, pantalones con remiendos, sombrero de paja.

Espantapájaros que hubiera hecho falta a Van Gogh en su pintura del trigal amenazado por una tormenta y una inquietante nube con alas negras.

 

87.

Se recuerda la escena de la película de El Mago de Oz en la que Dorothy pregunta al muñeco de la cabeza hueca “¿Cómo podés hablar sin cerebro?”. A lo que el Espantapájaros responde: “No lo sé, pero muchas personas que no piensan hablan día y noche. ¿No es cierto?”.

Dorothy, la niña que termina en la tierra de Oz arrastrada por un tornado, mientras se encamina a pedir ayuda al Mago para volver a su mundo, se hace amiga del Espantapájaros que desea tener una cabeza para poder pensar, del Hombre de Lata que quiere tener un corazón, del León que quiere esconder su debilidad.

 

88.

El trance de darse a la clase se puede describir así: desear pensar, sentir un corazón que delira, saber la debilidad, entrar en un tornado que nos arrastra fuera del mundo sin que sepamos cómo volver a él.

 

89.

Oliverio Girondo publica Espantapájaros en 1932. Incluye allí un poema que se llama Yo no sé nada presentado en la hoja como un caligrama. El dibujo de un monigote hecho con letras. Un poema que delinea con palabras la figura de un muñeco rígido. Un escrito que se divide en tres partes: la cabeza, lugar de afirmación de ningún saber; el cuerpo, superficie de desorientación; las piernas, devenir aleatorio del cantar de las ranas.

Girondo, para publicitar su libro, ideó una de las primeras acciones de arte conceptual que se conocen en Buenos Aires. Confeccionó un muñeco grotesco vestido como un catedrático de la época para ironizar la vida académica. Y lo sacó de paseo en un carro fúnebre tirado por caballos durante varios días.

Antes de Kantor, Girondo expuso la clase muerta en las calles.

 

90.

Atrae la figura del espantapájaros, exótica y liviana, que sólo está ahí. Una imperturbable presencia, sin violencias con las aves, que procura que las semillas puedan tener una oportunidad.

Quizás darse a la clase suponga estar así, en una fatal desquicia, procurando pensar. Pensando sin poder pensar. Pensando, por momentos, sin ningún saber. Pensando con la cabeza hueca o repleta de lugares comunes. Con la superficie corporal perpleja y despistada. Saltando de piedra en piedra como las ranas. Creyendo en la magia de los libros y en el espíritu de las aulas. Practicando rituales secretos para hacernos nacer otras cabezas que puedan pensar otras vidas.

Estar ahí como espantapájaros: ternuras inmóviles que resguardan el secreto de las semillas.

 

91.

La revista Acéphale (Acéfalo) sólo tuvo cuatro números. El 24 de junio de 1936, Georges Bataille y Pierre Klossowski escriben para esa publicación La conjuración sagrada. Ese año, Mussolini llevaba trece en el poder; Hitler, tres; y, entre tanto, estalla la Guerra Civil española.

En ese tiempo, la revista se propuso pensar descabezada.

Acefalía no como carencia de racionalidad, ni como falta de unidad, ni como déficit de atención, sino como potencia. Como una erótica sin mando. Una anomalía sin parte superior a la que quizás, como a la Hidra de Lerma de la mitología griega, le crecen muchas cabezas.

 

92.

Sabiéndonos espantapájaros, ¿nos preservamos de soberbias y hazañas fabulosas?

 

93.

Si docencias no quedan maniatadas por la necesidad de reconocimiento, o de publicidad de un nombre, o de la solicitud de aplauso, o de la necesidad de conservar un empleo; se alzan en las aulas como tribunas urgidas.

Urgidas por vocalizar preguntas de una época. Urgidas por contar lecturas. Urgidas por estar con otras soledades. Urgidas por escuchar otras palabras y otros silencios. Urgidas por rescatar ideas que se hunden en el olvido. Urgidas por un pensar que reconforte lo vivo. Urgidas por la falta de respuestas. Urgidas por contar desarraigos e intemperies, confianzas y desconfianzas.

Urgidas de una pausa en un momento de peligro.

Quizás, al principio, se está en el aula para transmitir un saber, pero con el tiempo se permanece ahí para alojar la premura de pensar.

 

94.

Hay cosas que si no se cuentan se pierden.

Nunca habían enviado una carta. Al entrar al aula reciben un sobre con el sello de la cátedra. Anotan en el frente su nombre y apellido, su dirección, código postal, localidad. Con esas coordenadas consignadas vuelven a colocar los sobres vacíos en un buzón. Un rato después, cada cual retira uno al azar. Si sacan el propio, lo devuelven. Cuando todas las presencias tienen en sus manos un destino, eligen una pregunta entre veinte. Con ese interrogante escriben una carta dirigida a la persona que les tocó.

Querida María tengo que escribir sobre esta consigna: “Trate de pensar las vicisitudes de la correspondencia y la reciprocidad”.

Me gustaría relacionar la respuesta con cuatro ideas: “Amar es dar lo que no se tiene”. (Lacan) / “Todo encuentro supone un desencuentro”. (Pichon) / “La carta es un lugar de la escritura que se juega en la distancia, en la ausencia, en la espera y en la promesa”. (Derrida). / “La correspondencia es un género perverso: necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar”. (Piglia).

¿Me ayudás a armar una presentación? Me gustaría conocerte, te mando un beso. Sofi.

Cada escribiente coloca su solicitud dentro del sobre y lo cierra con cuidado. Anota en el reverso sus datos para poder recibir la respuesta. Las cartas se tienen que enviar ese mismo día y responder dentro de las setenta y dos horas. Al transcurrir, como máximo, diez días del sucedido cada participante entrega la carta que envió, la que recibió y su comentario final.

Las cartas fueron y vinieron según lo establecido.

 

95.

Sabidurías ancestrales no pertenecen a nadie. Se pasan de una vida a otra como semillas. No afirman yo soy o yo sé. No exhiben una posición, rememoran un gesto. Comienzan diciendo: quienes nos precedieron solían pensar…

 

96.

Fragmento de un manifiesto:

No importa tanto tener un deseo como tener con quienes desear.

Rehusarse a nombrar este mundo para recordar que no lo comprendemos ni lo aceptamos. Conservar esa vacancia para imaginar cómo volver a encantarlo.

Bautizarlo cada día con una ausencia o con la inminencia de un nombre que no llega.

 

Nadar contra la corriente cuando la corriente lleva al desagüe de las clases muertas.

Volar bajito para que los radares del desánimo no detecten potencias subversivas del contento que nos damos cada vez que nos juntamos.

Avivar el fuego afuera de las aulas para volver a ellas con eróticas que enciendan el acto de pensar.

 

97.

Pisó por primera vez el edificio de Independencia a los dieciséis años. No para escuchar una clase, sino para estar en una asamblea.

En ese tiempo, funcionaba la Facultad de Filosofía y Letras. Concurrió con un amigo con el que se reunía a leer la Historia Social de la Literatura y el Arte de Arnold Hauser.

Recuerda el colorido y la humareda del aula mayor llena. Todo latía.

En eso subió a la tarima un muchacho que vestía un sobretodo negro. Llevaba años estudiando El Capital. Hizo un prolongado silencio antes de comenzar, hasta que dijo:

“No nos temen por lo que pensamos. Nos temen por lo que podemos llegar a pensar”.

Desde entonces, el aula magna guarda esa confidencia.

Fuente: Publicado en Revista Adynata, junio 2025.

Flor Sambucetti (2024)

Tags: bachillerato, debate, educación

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INVOCACIÓN A LAS 
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NECESITAMOS REUNIRNOS
EN ESTE ÁRBOL

QUE NO HA SIDO
PLANTADO TODAVÍA

Calling all silent minorities
de June Jordan (1978)
Traducción de Diana Bellesi.
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